domingo, 31 de octubre de 2010

Lost Control

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Eduard Büsching envió a Albert Einstein una copia de su libro “No hay dios” en 1929. En la carta de respuesta que envió Einstein el 25 de octubre, éste afirmaba que el libro sólo trataba sobre la no existencia de un dios personal y se declaraba seguidor de Spinoza, afirmando:
Nosotros, los seguidores de Spinoza, vemos a nuestro dios en el maravilloso orden y las leyes de todo lo que existe […]




En el siglo XVII un filósofo se adelantó 300 años a la neurociencia actual, escribiendo:
Y como aquellos que no entienden la naturaleza de las cosas nada afirman realmente acerca de ellas, sino que sólo se las imaginan, y confunden la imaginación con el entendimiento, creen por ello firmemente que en las cosas hay un Orden, ignorantes como son de la naturaleza de las cosas y de la suya propia. Pues decimos que están bien ordenadas cuando están dispuestas de tal manera que, al representárnoslas por medio de los sentidos, podemos imaginarlas fácilmente y, por consiguiente, recordarlas con facilidad; y, si no es así, decimos que están mal ordenadas o que son confusas. Y puesto que las cosas que más nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra imaginación;[…]
El que escribió esto en el apéndice al primer libro de su Ética no fue otro que Spinoza. Einstein no sólo se equivocó al rechazar la mecánica cuántica, tampoco parece que estuviese muy fino en su lectura de su filósofo de cabecera
Esta visión del universo por parte de Einstein como un todo ordenado y armónico condicionó su aceptación de los avances que para la física supuso la mecánica cuántica, a pesar de las evidencias experimentales.



Cincuenta años después, Carl Sagan, no pudo sustraerse a la visión del universo como un “cosmos”, un todo ordenado y armónico. En su famosa serie de televisión de este título, afirmaba: “El cosmos está lleno más allá de toda medida de verdades elegantes; de interrelaciones exquisitas; de la sobrecogedora maquinaria de la naturaleza”. Si nos fijamos bien, es la misma idea de Einstein expresada en términos no tan explícitos.


¿Pero existen realmente ese orden y esa armonía? ¿Existe esa maquinaria universal que les habla de un relojero a los seguidores del diseño inteligente? ¿O es solamente una simplificación a la que nos obliga nuestra limitada capacidad para gestionar la información?


La mecánica cuántica se fundó sobre la existencia de la dualidad onda-corpúsculo de la luz y la materia, y el enorme éxito de la mecánica cuántica viene a reforzar este dualismo. ¿Pero cómo podemos concebir, cómo podemos pensar que una partícula tenga realmente las propiedades de una onda? ¿Y cómo podemos imaginar una onda que tiene realmente las propiedades de una partícula? Se podría construir una mecánica cuántica consistente sobre la idea de que un rayo de luz o un electrón se pueden describir simultáneamente por los conceptos incompatibles de onda y de partícula.


En 1927, Niels Bohr se dio cuenta de que la clave para poder tener un discurso consistente estaba en la palabra “simultáneamente”. Se dio cuenta de que nuestros modelos de la materia y de la luz se basan en su comportamiento durante los experimentos que se realizan en los laboratorios. En algunos de esos experimentos se comportan como partículas (efectos fotoeléctrico y Compton, rayos catódicos) y en otros como ondas (doble rendija, difracción). Pero la luz y los electrones nunca se comportan simultáneamente como si consistieran de partículas y ondas. En cada experimento específico se comportan o como partículas o como ondas.


Esto sugirió a Bohr que las descripciones corpuscular y ondulatoria de la luz y la materia son ambas necesarias si bien son lógicamente incompatibles entre sí. Deben ser consideradas complementarias entre sí, como si fueran dos caras de la misma moneda. De aquí que Bohr formulase lo que se conoce como Principio de Complementariedad: Los modelos corpuscular y ondulatorio son ambos necesarios para una descripción completa de la materia y de la radiación electromagnética; dado que estos modelos son mutuamente excluyentes, no pueden usarse simultáneamente; cada experimento, o el experimentador que diseña el experimento, selecciona una descripción u otra como la apropiada para el mismo.


Es importante comprender lo que significa realmente el principio de complementariedad. Al aceptar la dualidad onda-corpúsculo como un hecho de la naturaleza, Bohr estaba diciendo que la luz y los electrones (u otros objetos) presentan potencialmente las propiedades tanto de partículas como de ondas, hasta que se les observa, momento en el que se comportan como si fuesen una u otra, dependiendo del experimento y de la elección del experimentador. Esta afirmación tiene implicaciones muy profundas, ya que significa que lo que observamos en nuestros experimentos no es la naturaleza como realmente es cuando no la observamos. De hecho, la naturaleza no favorece un modelo en concreto cuando no la observamos; más bien, es una mezcla de las muchas posibilidades que tiene de ser hasta que la observamos. Al montar un experimento, seleccionamos el modelo que exhibirá la naturaleza, y nosotros decidimos si los fotones, los electrones o las pelotas de tenis (si van suficientemente rápido) se van a comportar: como partículas o como ondas.


En otras palabras, según Bohr, el experimentador se convierte en parte del experimento. El experimentador interactúa con la naturaleza, por lo que nunca podemos observar todos los aspectos de la naturaleza como realmente es. De hecho, esa expresión, por muy atractiva que sea, no tiene sentido operativo. Por el contrario, sólo podemos conocer la parte de la naturaleza que se manifiesta en nuestros experimentos. La consecuencia de este hecho es el principio de incertidumbre, que establece una limitación cuantitativa sobre lo que podemos aprender de la naturaleza en una interacción dada; y la consecuencia de esta limitación es que debemos aceptar la interpretación probabilística de los procesos cuánticos individuales. De aquí el nombre de principio de indeterminación que recibe a veces el principio de incertidumbre. Mientras la mecánica cuántica siga siendo válida, no hay forma de evitar estas limitaciones epistemológicas, sobre lo que podemos conocer.


El principio de complementariedad y sus consecuencias epistemológicas están, por tanto, en abierta contradicción directa con la visión del universo como un todo ordenado y armónico, sometido a leyes inmutables, independiente en su funcionamiento de nosotros y de nuestras observaciones. La mecánica cuántica que no podemos afirmar cómo es en sí la naturaleza, tan sólo cómo se comporta en nuestros experimentos (esta posición se llama empirismo en filosofía).


¿Cómo es posible que mentes brillantes como las de Einstein, Sagan y otras muchas caigan en la falacia cosmista? ¿Por qué, a pesar de conocer la mecánica cuántica seguían pensado que el universo es un cosmos? La respuesta está en las propiedades de la información y en las limitaciones de nuestro cerebro.


A nadie se le oculta que la información es costosa de conseguir, de almacenar, de manipular y de recuperar. Por consiguiente, nuestro limitado cerebro, inmerso en un entorno que le ofrece infinidad de datos, debe seleccionar cuáles eleva a nivel consciente, cuáles almacena, cómo los almacena y cómo accede a ellos. Para poder manejar la enorme cantidad de información necesaria para la supervivencia nuestro cerebro se ve obligado a recurrir a un truco: hace lo mismo que tú harías en un ordenador, compactar archivos; en el caso del cerebro compactar archivos se llama crear historias.


Imaginemos que nos dan una hoja de papel con 500 palabras al azar y nos piden que las memoricemos. A primera vista parece una tarea imposible. Sin embargo, si esas quinientas palabras estuviesen ordenadas formando un texto que cuenta una historia, lo podríamos memorizar con cierta facilidad. Cuanto más aleatoria es la información, más difícil es de resumir, más difícil es encontrar pautas y reglas y, para nuestros cerebros de primate, es más difícil y costosa de almacenar, manipular y recuperar.


Por tanto, nuestro cerebro reduce los datos que recibe, y su aleatoriedad, eliminando los que considera superfluos, reordenando y sometiéndolos a reglas (nemotécnicas), aumentando el orden artificialmente. Por tanto, cuanto más resumimos, más orden incorporamos y menor es la aleatoriedad. Los mismos condicionantes que nos hacen simplificar son los que nos empujan a pensar que el universo es menos aleatorio de lo que en realidad es. Nosotros no vemos el universo como es, no podemos, vemos el resumen del resumen, ordenado por nuestro cerebro; y como encontramos que este resumen tiene orden, no lo atribuimos al resumidor sino a la fuente de los datos, al universo.


Los mitos, las religiones, algunas corrientes filosóficas no son más que expresiones de este orden impuesto por las limitaciones de nuestro cerebro para hacer comprensible el mundo que nos rodea. El corolario es que existen tantos órdenes cósmicos como personas, pues no hay dos que crean exactamente lo mismo.


Un segundo corolario es que los desequilibrios en el cerebro modifican nuestra visión del orden del mundo. Así, muchos desórdenes psicológicos incluyen entre sus síntomas la sensación de haber perdido el control sobre las cosas, de ser incapaz de encontrar un sentido al mundo. En el otro extremo, la inyección de L-dopa, una sustancia que se usa en el tratamiento de las personas con Parkinson, un precursor del neurotransmisor dopamina, disminuye el escepticismo y aumenta la capacidad de encontrar pautas: la persona se vuelve vulnerable a pseudociencias como la astrología, el tarot, la numerología, y supersticiones de todo tipo. Las personas con niveles altos de dopamina también corren el riesgo de volverse adictas a los juegos de azar, como la ruleta, porque perciben claramente pautas en las sucesiones de números aleatorios.


La capacidad de proyección del orden que crea cada cerebro es algo muy conocido y que se aplica con frecuencia. En psicología, por ejemplo, el famoso test de Rorschach, no es más que el análisis de las proyecciones que realiza el sujeto sobre una mancha de tinta, completamente desprovista de significado objetivo, de su forma de pensar, de cómo su cerebro ordena el mundo. Por otro lado, la persona que consume LSD sabe que alterar la concentración de determinadas sustancias en el cerebro le permitirá contemplar el universo en otro orden que el habitual, incluso podrá percibir el universo como carente de tiempo.


Científicamente hablando, no tenemos base para atribuir al universo, más allá de toda duda razonable, un orden y una armonía. Fundamentalmente porque no sabemos cómo es en sí fuera de los experimentos y de cómo lo percibimos. Al hablar de cosmos caemos en una falacia, la falacia cosmista. Una ficción similar a crear el guión cinematográfico de tu propia realidad mientras ésta se nos escurre por siempre jamás.

domingo, 17 de octubre de 2010

Mi mundo gris oscuro casi negro*

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Randolph Nesse, un psicólogo e investigador en medicina evolutiva de la Universidad de Michigan, compara la relación entre la depresión leve y la clínica con la que existe entre el dolor normal y el crónico. La hipótesis de Nesse es que, análogamente al dolor que te impide hacer actividades físicas que te dañan, el estado de ánimo bajo hace que dejes de hacer actividades mentales dañinas, particularmente, perseguir metas inalcanzables. Perseguir estas metas es un gasto de energía y recursos. Por lo tanto, según Nesse, es probable que exista un mecanismo, consecuencia de la evolución de la especie, que identifique determinadas metas como inalcanzables e inhiba su persecución. El estado de ánimo bajo sería al menos parte de ese mecanismo.

Es una hipótesis ingeniosa pero, ¿es cierta? Un estudio publicado en el Journal of Personality and Social Psychology sugiere que puede que lo sea. Carsten Wrosch de la Universidad Concordia (Canadá) y Gregory Miller de la Universidadde British Columbia (Canadá) concluyeron que chicas que habían experimentado síntomas leves de depresión podían desengancharse más fácilmente de las metas inalcanzables. Esto apoya la hipótesis de Nesse.


Además, en aquellas mujeres que podían desengancharse de lo no conseguible les era menos probable sufrir depresiones graves en el largo plazo.

Los síntomas leves de depresión pueden verse como una parte natural de la gestión del fracaso en los adultos jóvenes. Aparecen cuando se identifica una meta como inalcanzable y llevan a una bajada de la motivación. En este período de baja motivación se ahorra energía y se uniformiza la percepción.

Significativamente se produce una homogeneización del mundo pero, además, investigadores de la Universidad de Friburgo (Alemania) encabezados por Ludger Tebartz van Elst sustentan la idea de que, cuando se está deprimido, efectivamente todo se percibe sensorialmente como gris.

El equipo de Tebartz van Elst ha empleado técnicas neuropsiquiátricas y oftalmológicas para centrarse en la respuesta de la retina a los contrastes blanco-negro. Concretamente midieron el electroretinoma de patrones (que usa modelos de rejillas en vez de flashes de luz), que es como un electrocardiograma de la retina del ojo, tanto en pacientes depresivos como sanos.

Encontraron una importante pérdida en el contraste en la retina en los pacientes deprimidos, independientemente de si habían estado recibiendo o no medicación antidepresiva. También pudieron comprobar que existía una correlación entre el contraste percibido y la gravedad de la depresión, es decir, aquellos con los síntomas más severos tenían también las repuestas retinianas más bajas.

El dicho afirma que en la variedad está el gusto. El deprimido deja de percibir al menos parte de la variedad que su entorno le ofrece, haciendo de su mundo un lugar menos agradable. Ahora bien, nadie dijo que en realidad tuviera que serlo.
*Gris oscuro casi negro: descripción de los agujeros negros por Stephen Hawking en 1974